“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad…”Juan 17:22–23
Es importante notar que en estos versículos Jesús habla de “unidad”, y no, de “unanimidad”. Sería absurdo e irreal de Jesús pensar que en una congregación de de 20, 50, o 200 personas exista unanimidad, es decir que todos piensen igual. Claro, debemos estar de acuerdo en algunas cosas (la Biblia es la palabra de Dios, Jesús fue hombre y Dios, etc.) pero no en absolutamente todo (de qué color vamos a pintar la iglesia, etc.).
Jesús nunca nos llama a la unanimidad. Pero hay algo más. Jesús tampoco nos llama a la “uniformidad”. Es decir, a que todos adoptemos las mismas formas. Que todos ahora disfrutemos de lo mismo, vistamos igual, hablemos de la misma manera, actuemos idénticamente en todo. !Imagine si todos fuéramos como usted!
La belleza de una iglesia es que se nos llama a la unidad, sin que perdamos la diversidad. En otras palabras, estamos unidos en Cristo, pero eso no borra por ejemplo mi manera de hablar como “lojano”, “cuencano”, o “quiteño”. No borra mi gustos por cierto tipo de comida, la ropa que uso, o la clase de arte que prefiero (Cine, literatura, música etc.). Siempre y cuando todo lo que desee, anhele, prefiera, y haga honre a Dios, soy libre para ser diferente a los demás hermanos de la iglesia.
¿Y qué es lo que nos une o nos ayuda a estar unidos a pesar de nuestras diferencias? Estamos unidos gracias a que tenemos la misma meta: Cristo. Cristo es nuestra meta, nuestra salvación, nuestra fuerza, nuestra motivación, nuestro amo, nuestro gozo, y la fuente de nuestra manera de vivir y actuar. Si algo debemos fomentar en la iglesia entonces, no es la unanimidad, ni la uniformidad, sino la unidad en la diversidad.