Ahora, pues, Padre, dame en tu presencia la misma gloria que yo tenía contigo desde antes que existiera el mundo. (Jn. 17: 5)
La preexistencia de Cristo es una realidad que salta a la luz en toda la biblia. En este pasaje que cito, Jesús está orando a su Padre antes de su muerte y resurrección, y antes de su partida de la tierra con el fin de confortar a sus discípulos. Aquí con toda naturalidad y claridad Jesús le pide a Su padre que le conceda la misma gloria que tenía a Su lado antes que el mundo existiera. No, Jesús no empezó su existencia en el pesebre de Belén.
Es debido a estas verdades tan claras que los padres de la iglesia formularon los credos para defender la fe verdadera. Así el credo Atanaciano resalta esta verdad de la preexistencia de Cristo de la siguiente manera: “Increado es el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo. Eterno es el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo. El Padre por nadie es hecho, ni creado, ni engendrado. El Hijo es sólo del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado”.
Jesús respondió a los fariseos que no creían que Él era el Hijo de Dios, diciéndoles: “Antes que Abraham fuese, Yo soy”. No, Jesús no es el profeta del cual la raza humana debe de jactarse, por cuanto no es el fruto de nuestra historia, sino El Eterno Hijo de Dios que vino a este mundo a través del misterio de la encarnación. El niño que nació en Belén era Dios hecho carne, era el mismo Dios incomprensiblemente hecho hombre. No es que había dejado de ser Dios y ahora era hombre. No era ahora menos Dios que antes, sino increíblemente ahora había incorporado la humanidad a la deidad. Aquel que había hecho al hombre estaba ahora probando lo que era ser un hombre. Aquel que hizo al ángel que se convirtió en diablo, se encontraba ahora en un estado en el que podía ser tentado – más aun, no podía evitar el ser tentado – por el diablo; sin embargo llego a ser el autor de nuestra salvación por cuanto nunca sucumbió al pecado.