[Te libré] para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados. (Hec 26.18)
Hay dos preguntas que cada creyente debe hacerse a sí mismo constantemente ¿Para quién trabajas? Y ¿para qué trabajas? Responder bien a estas preguntas no solo nos ayudará a tener una buena ética de trabajo, sino que también traerá propósito a nuestras vidas. El versículo de hoy nos enseña cual era la misión del apóstol Pablo. Dios le había dado ya una vocación (ser misionero) pero ahora, se le estaba dando una misión que cumplir, a través de esa vocación. Este principio no ha cambiado para nosotros hoy en día. Cualquiera que sea tu vocación, esa vocación se te ha dado no solo para que te alimentes a ti mismo y tu familia, o para que te des ciertos lujos y disfrutes del producto de tu trabajo. Esa vocación que tienes también se te ha dado para que a través de ella, puedas cumplir con la misión que tienes como creyente, la cual es, abrir los ojos de la gente, para que así se conviertan de las tinieblas a la luz. Histórica y bíblicamente, el evangelio ha sido divulgado más por gente común y corriente, que por los mismos misioneros. Los misioneros son la excepción no la regla en la historia y en la Biblia, y así lo quiso Dios. Dios ha querido que seamos personas comunes como tú y yo, con vocaciones comunes y ordinarias como la tuya o la mía, los que ayudemos a esparcir el mensaje del evangelio a través de nuestros trabajos. A veces en medio de este mundo tan materialista olvidamos dos de las verdades más elementales de la vida cristiana, primero, que trabajamos para Dios, y segundo, que nuestra vocación viene con una misión, la cual no es tan solo alimentar a nuestras familias, sino también esparcir el evangelio. Así que ¿Para quién trabajas? Y ¿para qué trabajas?