Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. (Dt. 6:6,7)
Por siglos la meta de la educación ha sido: La búsqueda de la verdad, y la trasmisión de una valiosa herencia. Por siglos también los contenidos científicos han sido considerados reales y objetivos. Sin embargo, en las últimas décadas se está observando un gran viraje en cuanto a la meta de la educación, ya que no se pone el énfasis en los contenidos sino en el proceso de aprendizaje, en otras palabras, la meta de la educación ya no es la búsqueda de la verdad sino la conducción de un proceso de averiguación. Es por esto que se está apagando el brillo en los ojos de los estudiantes, por cuanto en el aula ya no se puede ver esa expectativa iluminada por conocer más y más las verdades objetivas y trascendentes; sino que el profesor está tratando de empujar a los estudiantes para que determinen por si solos la verdad última dentro del vacío del subjetivismo.
¿Pero dónde y cómo comenzó este viraje? El gran e influyente educador darwinista John Dewey sembró la idea de que el niño no es una criatura de Dios, sino únicamente un organismo biológico evolucionado, que su mente evoluciona también al adaptarse al entorno y ensayar distintas respuestas hasta que algo funcione. Y fueron estas presuposiciones que llevaron al pragmatismo, la filosofía que dice que no hay verdades inmutables y trascendentes, sino solo estrategias pragmáticas. Al aplicar esta filosofía, Dewey ideó la teoría educacional actual, la misma que hace énfasis en el proceso y no en el contenido, en donde a los niños no se les debe enseñar hechos y verdades; sino más bien a conducir un proceso de averiguación. No se les debe dar respuestas, sino que se les debe enseñar a construir sus propias soluciones a través de la interacción con el grupo.
Frente a esta situación de desánimo tanto para el maestro como para el alumno, debemos regresar al concepto de que el niño es en primer lugar una criatura de Dios con significancia y propósito, y no únicamente un organismo biológico evolucionado en quien se ensaya “metodologías”