«Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo»…
Después de todo, aunque nuestros padres humanos nos disciplinaban, los respetábamos… Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella. (Heb. 12: 5,6,9,11)
Los excesos del pasado han hecho posible que la cultura modera tire por la borda el principio de la disciplina, el mismo que es indispensable para crear la virtud.
La virtud es el resultado de crecer con disciplina. No puede un chico adquirir responsabilidad sí, no tiene a su padre atrás para encargarse de que termine con las tareas a él asignadas. No puede esperarse que cuando sea adulto sea fiel a su trabajo y que aguante la rutina sí, no ha tenido a su padre mientras era niño animándole y exhortándole a aguantar el calor del día hasta terminar su trabajo.
La virtud solo es el resultado de crecer con disciplina. Cómo puede un joven alejarse de la tentación sí, no ha sido entrenado en templanza o dominio propio; es decir en aprender a disfrutar de todo hasta un límite, y no más. Si nuestros niños han sido abandonados en sus cuartos con el televisor o los juegos electrónicos sin límites de tiempo, no debe de sorprendernos que ahora sean presa fácil de las drogas o de la pornografía, o de cualquier otra adicción.
La virtud solo es el resultado de crecer con disciplina. Cómo pueden los adultos del presente meditar antes de actuar o hablar sí, no fueron entrenados en prudencia cuando eran niños. Es por esto que no debe de sorprendernos que vivimos en una cultura con tanta gente impulsiva que después de actuar, o de decir cosas imprudentemente se han hecho expertos en justificar sus imprudencias. Y ¿Qué hemos de decir de la justicia? cuando vivimos en un medio donde no hay imparcialidad, y donde no se entrena en ella desde la niñez.