Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres. (Jn. 8:36)
¿Puede usted imaginarse a una criatura que fuese libre, pero que no tuviera la posibilidad de equivocarse? Si no tiene la posibilidad de equivocarse, entonces ya no es libre. Dios creó seres con libre albedrío. Eso significa criaturas que pueden acertar o equivocarse, que pueden hacer lo bueno, como también lo malo. Es por esto que podemos decir que, es el libre albedrío el que ha hecho posible el mal. Pero al mismo tiempo, aunque es el libre albedrío el que hizo posible el mal, es también el que hace posible el amor, la bondad, la lealtad o la alegría.
Un mundo de autómatas, de criaturas que funcionan como máquinas, apenas merecería ser creadas. La felicidad que Dios concibió para Sus criaturas es la que proviene de estar libres y voluntariamente unidas a Él. Tal felicidad es la más grande que el hombre pueda experimentar.
Por supuesto que Dios sabía lo que ocurriría si utilizábamos mal su libertad. El sabía que íbamos a quedar esclavos del pecado, pero sin embargo le pareció que valía la pena arriesgarse. Es por esto que a veces nos sentimos inclinados a disentir de Él. C. S. Lewis lo expresa de esta manera: “Hay una dificultad acerca de disentir de Dios. Él es la fuente de donde proviene todo nuestro poder razonador, no podemos tener razón y Él estar equivocado del mismo modo que un arroyo no puede subir más alto que su propio manantial. Cuando argumentamos en Su contra, estamos argumentando en contra del poder mismo que nos capacita para argumentar, es como cortar la rama del árbol en la que estamos sentado. Si Dios piensa que este estado de guerra en el universo es un precio que vale la pena pagar por tener el libre albedrío, es decir, por crear un mundo vivo en el que las criaturas pueden hacer auténtico bien y auténtico mal, y en el que algo de auténtica importancia pueda suceder, en vez de un mundo de juguete que sólo se mueve cuando Él tira de los hilos, entonces podemos suponer que es un precio que vale la pena pagar”.