Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Fil. 2: 5-8)
El apóstol Pablo nos dice en este texto que, aunque Jesús tenía la naturaleza de Dios, decidió poner a un lado su derecho de ser igual a Dios, y tomó la naturaleza de siervo, al nacer como hombre. Y estando en la condición de hombre, se humilló hasta lo más bajo; a la muerte vergonzosa de la Cruz, como un criminal cualquiera. Y todo esto lo hizo para nuestra salvación. El Nuevo Testamento nos enseña que el Calvario, y no Belén, es la meta de la encarnación. El versículo clave del Nuevo Testamento para interpretar la encarnación no es, por consiguiente, la afirmación lisa y llana que aparece en Juan 1: 14 «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros», sino más bien, la afirmación amplia de Corintios 8:9 que dice: «ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos». Aquí se expresa que Jesús absorbió en su cuerpo sobre el madero toda la pobreza de la humanidad (el pecado y todas las flaquezas), con la finalidad de quebrar en el hombre la naturaleza rebelde y poderosa del pecado. Es de esta manera que El nos hace ricos por medio de Su pobreza, es por esto que El Hijo de Dios no tomo nuestra humanidad simplemente como una maravilla de la naturaleza, sino más bien como una sorprendente maravilla de la gracia de Dios. Y es así, que la meta de la encarnación alcanza su culminación cuando por la fe el creyente se apropia de la agonía de Cristo como la propia muerte a su naturaleza rebelde, de tal manera que pueda expresar: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”.