Nunca jamás me olvidaré de tus mandamientos,
Porque con ellos me has vivificado. (Sal. 119:93)
Como dije en el artículo anterior, estamos viviendo en una sociedad de tantos cambios morales, en donde los principios absolutos se reducen a una simple opinión, y donde ya no existe un camino definido de moralidad, sino un camino ambiguo que no incentiva al individuo a luchar por la integridad. Pero éste viraje cultural no es el resultado de esta sociedad posmoderna, sino es el fruto de ideas sembradas desde el pasado.
Durante el renacimiento y más tarde durante la “edad de la razón”, surgió la doctrina llamada humanismo, en la cual el hombre se constituye en el juez absoluto del bien y del mal, poniéndose de esta manera los cimientos del relativismo moral, en donde cada principio absoluto queda reducido a una preferencia personal. Y estos cimientos del relativismo moral fueron más tarde apuntalados por las doctrinas conocidas como: El multiculturalismo (El mismo que fue tratado en el artículo anterior), el pragmatismo y el utopismo.
El Pragmatismo es la doctrina que niega la existencia de la verdad absoluta y objetiva; reduce la verdad a lo útil, es decir, solo es verdadero aquello que conduce al éxito individual. El Pragmatismo ha venido desarrollado una cultura, en donde los más profundos dilemas morales se tratan con la fría lógica del utilitarismo, llegando a determinar que lo que funciona mejor es lo correcto.
Como el pragmatismo niega todo estándar de trascendencia moral, se tiende a tomar una posición pragmática de la vida, en donde por ejemplo: “El fin justifica los medios” y, donde la mayoría de votos decide lo que es correcto. En contraste al Pragmatismo, el Cristianismo juzga las acciones, no por lo que funcionan mejor, sino por lo que deben ser, basados en estándares absolutos y objetivos.