“Conozco a todas las aves de los montes, Y todo lo que se mueve en los campos me pertenece. Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; Porque mío es el mundo y su plenitud”. Salmo 50:11–12
Las riquezas no son nuestras, son de Dios. En este salmo el escritor nos recuerda que no hay absolutamente nada en este mundo que nos pertenezca a nosotros. Por lo tanto, no podemos hacer, tratar, usar, o malgastar, “nuestras” posesiones como queramos, porque no son nuestras, sino de Dios. Esto también explica en alguna manera por qué a muchos de nosotros Dios no nos da más. ¡Porque aún lo poco que se nos ha dado, no lo administramos bien! Dios nunca nos va a dar más, si es que nos ve derrochando aun lo poco que nos ha confiado.
Así que recuerda, somos tan solo meros mayordomos, o administradores, no dueños. Por lo tanto, lo que tú y yo llamamos “nuestra” casa, no es realmente nuestra. Lo que tú y yo llamamos “nuestro” dinero, no es realmente nuestro. Lo que tú y yo llamamos “nuestro” carro, vida, familia, terreno, hijos etc. todas estas son ajenas. Son de Dios. El problema claro, es que hemos tenido todas estas cosas por tanto tiempo, que ahora creemos que nos pertenecen. Y es por eso por lo que cuando Dios decide tomar o quitarnos lo que es suyo, alzamos nuestro puño al cielo y reclamamos diciendo “¿Por qué me lo quitas?”. Pero Dios responde desde el cielo, “porque siempre fue mío”.
Así que, no te adueñes de lo que no es tuyo. Recuerda que tan solo eres un administrador de los bienes de Dios. Por lo tanto, cuando Dios decida “quitarte” algo, ten en cuenta que Dios no te está robando…sino tomando lo que siempre fue suyo.