“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes”. (Lucas 15:11–12)
Con estos versículos, Jesús empieza su famosa parábola del hijo pródigo, en la cual el padre amoroso y bueno de la historia, representa a Dios. Mucho se ha dicho de esta historia, pero hay algo que casi siempre olvidamos. Que este padre, amoroso y bueno, tuvo hijos malos. El menor fue un derrochador y licencioso, y el mayor un joven lleno de resentimiento y amargura. Esta es una historia entonces, que de alguna manera debería traer consuelo a todos esos padres que han hecho un buen trabajo, pero que han tenido hijos que han terminado descarriados. No hay padres perfectos, pero sí buenos padres. Y como nos recuerda esta historia, aun a los buenos padres, les salen hijos malos. Criar hijos no es fácil, y nadie nace siendo un buen padre.
Los buenos padres se hacen en el camino, de hecho, se tiene que fallar para llegar ser buen padre. Es aquí donde entra la Biblia. Mientras mas apegados estemos a las enseñanzas bíblicas, menos erraremos y más pronto llegaremos a ser padres buenos. Pero mientras más alejados estemos del consejo divino, permaneceremos como padres ignorantes, y en el peor de los casos, como malos padres. El éxito de la crianza de los hijos entonces no está necesariamente en tener hijos buenos, porque los hijos también tienen su propia carnalidad, y pecado. El éxito de ser un buen padre se mide por cuan cerca estamos al estándar divino de lo que es, ser un buen padre. Claro, todos queremos tener los mejores hijos, y ciertamente mientras mas los eduquemos como Dios quiere, mejor será la probabilidad de que sean buenos. Sin embargo, nunca debemos olvidar, que aun el padre del hijo pródigo, tuvo hijos malos. Y tampoco deberíamos olvidar, que aun Dios siendo el Padre perfecto, tiene hijos malos y pecadores, como tú y yo.