“Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. (Lucas 15:18)
La parábola del hijo pródigo es una de las historias más conocidas de la Biblia. Cuando el hijo finalmente ha tocado fondo, se humilla, reconoce su pecado, y acepta que él no es una víctima sino el culpable de todo. Y es entonces precisamente en ese momento que algo maravilloso ocurre, este joven empieza su restauración y sanación. Si algo nos enseña esta parábola, es que lo más fácil del mundo es pecar, y lo más difícil, reconocer que hemos pecado. Es por eso que nadie quiere enfrentar el hecho de que ha fallado y fracasado como esposo, madre, amiga, jefe, trabajador, etc. aunque todos sabemos que lo hacemos. Por eso es que también tratamos de inventar todo tipo de excusas. Sin embargo, podemos tratar de negar, racionalizar, evadir o suprimir nuestra culpabilidad en todo esto, pero como ya sabemos, nada funciona. Lo mejor que podemos hacer es lo mismo que hizo el hijo pródigo, admitir nuestros errores y pecados sin victimizarnos. E interesantemente, será justo en ese momento cuando nuestra restauración y sanación empiece. ¿Suena extraño? pues no lo es. Es lo mismo sucede con un alcohólico o drogadicto. Esta persona, nunca podrá empezar a mejorar o rehabilitarse, hasta que reconozca que tiene un problema. Hasta que eso no pase, ninguna otra cosa funcionará. Solo Jesús fue perfecto, tú y yo estamos llenos de pecados y errores. Pecados y errores que no vamos a poder superarlos, hasta que no los admitamos.