“Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Ro. 8:3)
El objeto real de la ley es sacar a la luz la realidad pecaminosa del hombre, mostrarle como está delante de Dios. La ley ha sido dada al ser humano para revelar lo difícil que es cambiar y al mismo tiempo mostrar el potencial de rebeldía que tenemos por dentro. Sin embargo, a través de la historia el ser humano ha adjudicado a la ley el papel trasformador de la conducta, pensando que aplicando la ley rigurosamente los resultados serían extraordinarios, llegando siempre a la conclusión frustrante de que no se logra tal transformación. Así como un espejo tiene la función de revelar el estado de nuestro rostro, mas no el poder en sí mismo para limpiarlo, así la ley tiene el papel revelador mas no trasformador de la conducta.
En el texto que encabeza éste articulo el apóstol Pablo nos dice que la ley no tiene poder para limpiarnos del pecado, pero al mismo tiempo nos muestra donde reside el poder para limpiarnos y cambiarnos cuando dice: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne”. Esto significa que Jesús tomo nuestro lugar en el tormento de la cruz y allí recibió el castigo por nuestros pecados, y de esta manera nos presentó delante de Dios limpios y sin mancha, llevándonos a experimentar la libertad de la esclavitud a la que nos somete el pecado; como también a experimentar la alegría de una conciencia limpia.