La antropología moderna define al niño como un ser inherente mente bueno, que no necesita de disciplina para adquirir virtud (dominio propio, responsabilidad, prudencia, etc.). Es por esta razón que hoy tenemos una generación que mayormente es controlada por sus emociones que por los principios absolutos y eternos. El desconocimiento de la realidad antropológica del ser humano, nos está llevando a una sociedad en la que no podemos entender el caos moral, ni tampoco a encontrar una solución que nos lleve a una cultura de paz, orden y esperanza. Ya Blas Pascal en el siglo 17 dijo: “Ciertamente que nada más nos ofende en forma más ruda que esta doctrina (del pecado original) y, sin embargo, sin este misterio, el más incomprensible de todos, somos incomprensibles a nosotros mismos”. ¿Acaso hemos avanzado tanto que ya no existe la naturaleza pecaminosa en el hombre? Esto, por supuesto que es una fantasía, ya que con una ojeada a la realidad moral en la que vivimos, nos damos cuenta que no es así.
Por lo tanto, es inminente que reconozcamos que el ser humano es en primer lugar una criatura de Dios. Un ser constituido de cuerpo alma y espíritu y que por lo tanto es un ser que lleva inherente una conciencia moral. Conciencia que le ayuda a detectar que tiene una inclinación natural hacia el mal, y de la cual no puede librarse por sus propios esfuerzos; sino que necesita ardientemente de una liberación externa.
La historia de la redención realizada por el Hijo de Dios (El señor Jesucristo) es la única fuente de liberación de esta naturaleza corrompida que cada uno tenemos. Él puede liberarnos por cuanto tomo carne y sangre como nosotros (se hizo uno de nosotros) para destruir por medio de su muerte el poder de esta naturaleza corrompida.