“Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo: Este pueblo de labios me honra; Mas su corazón está lejos de mí”. (Mateo 15.7–8)
La mayoría de nosotros odia en los demás, los vicios que también son parte de nosotros. En la antigüedad cuando un actor iba a interpretar una obra de teatro solía ponerse una máscara de acuerdo al personaje que iba a representar. A este actor con máscara se lo conocía con el nombre de jupocrites que es la palabra griega de donde el español recibe la palabra, hipócrita. Hipócrita es entonces es una persona con máscara que no se muestra como verdaderamente es, sino como alguien más. Esto era precisamente lo que los fariseos y los escribas eran, actores hipócritas, y por eso Jesús los denuncia y saca su actuación mentirosa a la luz. ¿Existe alguien a quien le guste la hipocresía? Creo que no. La mayoría de nosotros la detesta. Sin embargo, lo irónico de todo este asunto es que cuando vemos hipocresía en los demás, la denunciamos, la rechazamos la odiamos, pero no la notamos cuando asoma en nosotros mismos. Eso sucede porque nos cuesta darnos cuenta de que tendemos a odiar en los demás, lo que también es parte de nosotros. De hecho, me atrevería a decir que mientras más hipocresía tenemos, más la aborrecemos en los demás. La hipocresía es muchas veces parte de nuestras vidas diarias, los que fuman aconsejan a que no se fume. Los pastores que aconsejan a no cometer adulterio, codician a las mujeres de los demás. Los padres que aconsejan a no engañar, les piden a sus hijos que mientan cuando el vecino llama a la puerta, y así podemos seguir y seguir. La verdad es que todos aborrecemos la hipocresía, porque todos la poseemos en alguna medida. La verdad es que tal vez nunca dejaremos de ser totalmente actores farsantes en esta vida. Pero la verdad también es que hoy sí podemos serlo menos que ayer, y mañana menos que hoy.