“Cuando la batalla cósmica (de Cristo) llegó a su fin, los cielos temblaron… las rocas se partieron por la mitad y el mundo bien pudo haber perecido… Pero luego El ascendió, su espíritu divino dio vida a un mundo tambaleante, y todo el universo una vez más se hizo estable, como si el largo alcance y la agonía de la cruz de alguna manera hubieran llegado a todos lados”. (San Hipólito)
Los acontecimientos de Semana Santa se han vuelto tan irrelevantes para la sociedad moderna, de tal forma que para muchos no es más que la oportunidad para salir de vacaciones. Es por lo tanto de vital importancia que a la luz del hecho histórico captemos nuevamente la gran trascendencia que está atrás de esta celebración.
San Hipólito allá por el ano 220 de nuestra era hace esta declaración, la misma que pone de manifiesto lo que significó para el mundo lo vivido por Cristo los días Viernes, sábado y Domingo. En verdad no se trataba de la muerte de un judío más en un rincón del mundo, no, sino que se trataba de una batalla cósmica en la cual el mundo entero estaba en riesgo de perecer, si Cristo no hubiera absorbido toda la Ira Santa de Dios, que se derramaba sobre la maldad del mundo. Es por esto que no debemos de perder de vista las señales de esta batalla que quedaron muy bien registradas en el Nuevo Testamento, tal como San Mateo lo presente en su registro histórico de la muerte de Jesús en donde comenta: “Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos”. (Mt. 27: 51-51)