Y creó Dios al hombre… Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread… (Gn.1:27,28)
De Dios viene el don de la vida, y cada hombre tiene el derecho de defender los componentes básicos de esta vida que son: La personalidad, la libertad y la propiedad. Estos componentes se complementan el uno al otro, sin que pueda concebirse el uno sin el otro, porque: ¿qué son nuestras facultades? sino una prolongación de nuestra personalidad y, ¿qué es la propiedad? sino una prolongación de nuestras facultades. En efecto, si la ley se limitara a hacer respetar a todas las personas, a todas las libertades y todas las propiedades, estaría cumpliendo su razón de ser. Es aquí que cabe preguntarnos: ¿Qué es, pues, la ley? Y no cabe duda que la definición no ha cambiado por siglos, esta es: “La organización colectiva del derecho individual de legítima defensa”. Pero sin embargo, si la ley llega a introducir el principio funesto de que so pretexto de organización, reglamentación, protección y apoyo, empieza a quitar a algunos lo que les pertenece, para dar a otros lo que no les pertenece, está violando el segundo componente básico de la vida que es la libertad.
Garantizar la dignidad de las personas, sus libertades y sus propiedades, es la tarea de la ley que lleva a la JUSTICIA. Si existiera un pueblo constituido sobre esta base, entonces prevalecería el orden, tanto en los hechos como en las ideas. Tal pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, el que menos se haría sentir, con menos responsabilidades, el más justo, y por consiguiente el más perdurable que pueda imaginarse. Porque bajo un régimen tal, cada uno comprendería bien que posee los privilegios de su existencia, así como toda la responsabilidad al respecto. Con tal que la persona fuera respetada, el trabajo fuera libre, y los frutos del trabajo estuvieran garantizados contra todo ataque injusto, ninguno tendría nada que discutir con el Estado.