“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. (Jn. 1:14)
El misterio más grande de la fe cristiana no consiste en la expiación del viernes santo, ni en el mensaje de la resurrección de la pascua, sino en el mensaje de la encarnación; es decir, lo que celebramos en navidad. La afirmación cristiana realmente asombrosa es la de que Jesús de Nazaret era Dios hecho hombre: que la segunda persona de la Deidad adoptó la humanidad sin perder la deidad, de modo que Jesús de Nazaret era tan completamente divino como humano. El escritor J. I. Packer lo declara de esta manera: “Es aquí, donde están las profundidades más grandes y más inescrutables de la revelación cristiana: El Verbo fue hecho carne (Juan 1: 14); Dios se hizo hombre; el Hijo divino se hizo judío; y el Todopoderoso apareció en la tierra en forma de un niño indefenso, incapaz de hacer otra cosa que estar acostado en una cuna, mirando sin comprender, haciendo los movimientos y ruidos característicos de un bebé, necesitado de alimento y de toda atención. Y en todo esto no hubo ilusión ni engaño en absoluto: la infancia del Hijo de Dios fue una absoluta realidad.”
Una vez que aceptamos que el bebé de Belén es el Hijo eterno de Dios, no nos cuesta aceptar sus milagros o su resurrección y tampoco que Su muerte abrió la puerta a la vida eterna para toda la humanidad. Cuanto más se piensa en la encarnación, tanto más asombrosa resulta, ya que es en éste punto en el que han naufragado los judíos, los musulmanes, los unitarios, los Testigos de Jehová, como también muchos de los que experimentan dificultades con el nacimiento virginal. Pero una vez aceptada la realidad de la encarnación, las dificultades se disuelven. La encarnación constituye en sí misma un misterio insondable, pero le da sentido a todo lo demás en el Nuevo Testamento.