Siguiendo con las riquezas que aportó la Reforma, hoy trataremos sobre el tema: La profundidad del pecado.
Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre… (Mt. 15: 18-20)
Debido a que, en cada uno de los mortales reposa el espíritu religioso, no nos es posible naturalmente reconocer la profundidad del pecado personal, es por esto que cuando oímos las alarmantes afirmaciones de nuestro Señor que vienen en este versículo, nos sobrecogemos y decimos “Nunca sentí en mi corazón ninguna de esas cosas terribles», y nos resentimos por lo que Él nos revela.
Parafraseando a Oswald Chambers, diría: “Si Jesucristo no es la autoridad suprema tocante al corazón humano, entonces Él no es digno de que le prestemos nuestra atención; pero por el contrario, si algo nos importa, deberíamos preguntarnos: ¿Estamos listos para confiar en lo que su Palabra dice de nuestro corazón, o preferimos confiar en nuestra «ignorancia inocente? En esta virtud, si te pones a prueba frente a la verdad de las palabras de Jesús, de pronto sentirás pánico por la iniquidad y la perversidad que descubres en tu corazón, pero a su vez, si continuas en esa falsa seguridad de tu propia «inocencia», te quedaras viviendo en el paraíso de los tontos, feliz en tu ignorancia.”
Entonces quédate desnudo delante de Dios y encontraras que Él tiene razón en su diagnóstico. Pero también acude a la única fuente de verdadera protección que es la redención que tenemos en Jesucristo. Si acudes a Él, nunca tendrás que experimentar el malvado potencial que encierra tu corazón. La pureza no se alcanza por medios naturales, pero cuando el Espíritu de Dios entra en ti, coloca en el centro de tu vida el mismo Espíritu que se manifestó en la vida de Jesucristo, es decir, el Espíritu Santo, quien es completamente puro y sin mancha.