Las promesas de año nuevo son innumerables y muchas dichas de buena fe, con la intención firme de dejar atrás todas aquellas cosas que me causan daño a mí y a los demás. Pero: ¿Puede esto ser posible?, ¿Puedo dejar atrás mi cobardía?, ¿Puedo dejar atrás este carácter que me cargo?, ¿Puedo dejar de ser pretencioso y falso?, ¿Puedo dejar atrás mi avaricia mis celos y envidia?, y ¿otras cosas que me aquejan?
Hacer promesas solo basadas en nuestras emociones, no nos llevarán muy lejos en el cumplimiento de tales promesas…
Hacer promesas solo basadas en nuestras emociones, no nos llevarán muy lejos en el cumplimiento de tales promesas, por cuanto no hemos llegado a estar conscientes de la naturaleza rebelde que tenemos en nuestro interior. El apóstol San Pablo nos muestra el poder de esta naturaleza rebelde cuando de su propia experiencia expresa lo siguiente: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí.” (Ro. 7:15-17)
En realidad el pecado es un agente externo que ha penetrado en la humanidad y con el que nacemos, y que desde el principio a inflamado a toda la creación, no es algo que podamos extirparlo con buenos deseos, sino algo a lo que debemos morir. El pecado en si no es solamente la corrupción que vemos en nuestras vidas como la punta de un “Iceberg” o tempano de hielo, sino es aquella naturaleza egocéntrica que me lleva a vivir como el amo de mi propia vida.
Jesús no puso el énfasis en la corrupción moral en primer lugar, sino en aquella naturaleza de donde viene ésta cuando expreso: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias.” Si enfrentamos esta naturaleza, estaremos haciendo progresos en nuestra vida, por lo tanto lo seguiremos tratando en el próximo artículo.