En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. (Jn. 1:10-13)
Mucha gente manifiesta: “todos somos hijos de Dios”, y al creer así se pierden de buscar aquello que Jesús vino a hacer en esta tierra. El se encarnó (se humano) con la única finalidad de que los hombres lleguen a ser hijos de Dios, y nunca mas estén desprovistos de su Espíritu. Únicamente los que tienen el Espíritu de Dios son llamados hijos de Dios, y Jesús ha hecho todo lo necesario para que los hombres lleguen a tener Su Espíritu morando en sus corazones.
El Espíritu de Dios engendra nuestros corazones cuando recibimos el perdón de pecados creyendo que el sacrificio de Cristo fue realizado por mí, y que su sacrificio me pone a cuentas con Dios, de tal manera que El no ve ya mas culpa en mí y me declara justo ante sus ojos. Es a partir de aquí que Su Espíritu en nuestros corazones nos llena de la verdad de que somos sus hijos amados, como también produce en nosotros el hambre de Su palabra y a su vez un dolor profundo cuando volvemos a pecar.
Hoy hay muchas personas que son “buenas personas” pero que no necesariamente son hijos de Dios.
Hoy hay muchas personas que son “buenas personas” pero que no necesariamente son hijos de Dios, que para mantener esa identidad de “buenas personas” trabajan arduamente en el manejo de su proyección a los demás, cayendo ya sea en el fariseísmo, como en la auto justificación constante, llegando a ser tan críticos con los demás. Estas personas sin embargo si llegasen a reconocer su condición de pecadores que no pueden cambiar por sí mismos y recibiesen El Espíritu de Dios, llegarán poco a poco a ver los cambios asombrosos que Dios va efectuando en sus vidas.