Dios ha diseñado la familia con padres e hijos de tal forma que los hijos tengan la oportunidad de desarrollar el carácter con virtud, confianza, dominio propio, paciencia, amor y fe, por medio del accionar de sus padres en sus vidas. Al llegar los niños a este mundo, descubren que éste les alienta a satisfacer su ego, que de no ser por padres comprometidos con la formación de su carácter, llegarían a ser esclavos de sus propios deseos y nunca podrían prosperar. En otras palabras, un niño dejado a merced de sí mismo o no refrenado por sus padres, llegará a ser esclavo de su propia permisividad en la satisfacción de sus deseos, seria cruel no ayudarles a controlarse.
Jesús, el hijo de Dios se hizo semejante en todo a nosotros y el autor de la carta a los Hebreos nos dice: «Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Heb. 5:8,9).
Todo hijo anhela profundamente el control interno para experimentar seguridad, por lo que no es nada extraño que después de experimentar la disciplina adecuada el corazón de los hijos se vuelve a los padres en aprecio. También el sentimiento de ser amando se prende en aquellos hijos cuyos padres saben disciplinar por amor, ya que éstos descubren que sus padres anhelan formar en ellos un carácter de virtud (justicia, prudencia, templanza, fortaleza), de confianza, de dominio propio, de paciencia, con la única finalidad de que tengan éxito en la vida. Cuando los hijos son amados así, retribuyen grandemente en obediencia a sus padres como lo fue en la vida de Jesús; El apóstol Juan lo describe así: «Respondió entonces Jesús, y les dijo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente (Jn. 5:19)